José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet
Historia,
trayectoria y vocación común
El artículo presenta a dos
intelectuales mexicanos, distintos en personalidad, historia y trayectoria,
sin embargo, coincidentes en una vocación común: la educación de sus
compatriotas. Ambos fueron secretarios de educación durante el siglo XX y pusieron
en marcha alternativas para el progreso material y espiritual de los mexicanos
a través de la educación y la cultura. Se trata de José Vasconcelos, fundador y
titular de la SEP (1921- 1924), y Jaime
Torres Bodet, titular de esa secretaría en dos ocasiones (1943-1946 y 1958-1964). En un constante
paralelismo entre Vasconcelos y Torres Bodet, a lo largo del texto se destacan
algunas circunstancias biográficas que influyeron en la consolidación de la
personalidad y convicciones de estos personajes. También se señalan algunas de
las realizaciones de mayor trascendencia y calado emprendidas bajo su dirección
desde la Secretaría de Educación Pública. Finalmente se exponen aquellas
convicciones educativas que rigieron sus acciones, tales como que el progreso
de México es posible a través del fortalecimiento de la identidad nacional y de
la democratización de la educación y la cultura, recuperándoles su dimensión
humanista y universal.
José Vasconcelos y Jaime Torres
Bodet
Historia, trayectoria y vocación común
José Vasconcelos (1882-1959), llegó a la rectoría de la
Universidad Nacional de México en 1920, teniendo ya en mente un proyecto de
redención espiritual para los mexicanos, que debía realizarse por medio de la
educación y la cultura, a partir del cual se intentaría definir y fortalecer la
identidad nacional. Dicho proyecto se hizo realidad con la fundación de la
Secretaría de Educación Pública (SEP) en septiembre de 1921.
Jaime Torres Bodet (1902-1974), fue un destacado colaborador de
Vasconcelos. Pasó de ser su secretario particular en la Universidad, a ser el
jefe del Departamento de Bibliotecas de la SEP desde su creación hasta
noviembre de 1924. Posteriormente ocupó la dirección de dicha Secretaría en dos
ocasiones: los últimos tres años del gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946)
y durante el sexenio de Adolfo López Mateos (1958-1964). En medio de esos
periodos, ocupó eficazmente el cargo de director general de la UNESCO (1948-1952).
El que ambos se hayan ocupado de la cartera educativa de México,
ya es razón suficiente para ser valorados por los mexicanos, sin embargo, no es
ésta su única coincidencia ni su único mérito. Lo que motiva a este artículo
es, justamente, destacar el valor y la semejanza del pensamiento y la acción de
José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet.
El texto está estructurado en tres apartados, los cuales, en un
constante paralelismo entre Vasconcelos y Torres Bodet, desarrollan los
siguientes objetivos: 1) destacar en ambas autobiografías aquellas
circunstancias que influyeron en la afirmación de su personalidad y sus
convicciones; 2) mostrar la semejanza de algunos proyectos que emprendieron
siendo secretarios de educación, en especial, las campañas de alfabetización y
la promoción de la lectura, y 3) puntualizar las convicciones educativas que
determinaron la orientación de su proceder al frente de la SEP.
Las fuentes principales que se han empleado para ello son las
cuatro obras autobiográficas de Vasconcelos1 y los seis volúmenes de las
memorias de Torres Bodet,2 así como sus compendios de discursos,3 entre otros
comunicados oficiales de la SEP y libros especializados. La metodología seguida ha sido el estudio detenido de dichas
fuentes, haciendo de ellas un análisis reflexivo en busca de la comprensión de
las categorías de investigación previamente establecidas. La tarea primordial
en la elaboración del artículo ha sido: realizar una correcta interpretación,
una clara explicación y una coherente comparación del pensamiento y la obra de
Vasconcelos y de Torres Bodet.
Coincidencias y divergencias en la vida de José Vasconcelos y
Jaime Torres Bodet
El hecho de que tanto José Vasconcelos como Jaime Torres Bodet
hayan escrito su autobiografía, es prueba fehaciente del interés y la
dedicación de ambos por narrar su historia personal. Cabe destacar que la
diferencia de estilo en sus textos es evidente, como evidente es su distinta
personalidad. En su autobiografía, Vasconcelos cuenta su vida, polémica y
polifacética, expone sus actos y motivaciones, que fueron a un tiempo causa y
consecuencia de sus fuertes pasiones. En ella revela su intimidad. A este
respecto, Emmanuel Carballo comenta lo siguiente:
Cuando Vasconcelos da a la
publicidad los cuatro tomos de sus memorias se produce una bomba en el mercado
del libro. Los lectores toman partido: unos piden la cabeza del cínico (y a
veces su tronco y extremidades) y otros solicitan para ese mexicano exhibicionista
o sincero el reconocimiento y los parabienes de la patria. Se establece así la
polémica, y casi tan curioso como extraño, los libros en cuestión se convierten
en best sellers y más que muy vendidos se vuelven muy leídos y
comentados (citado por González, 1998: 41).
La autobiografía de Torres Bodet, en cambio, es la ocasión del
poeta para narrar sus actuaciones como funcionario público y exponer algunas de
sus reflexiones como artista, pues dentro de estos dos roles, sintió “vivir a
medias”. Octavio Paz comenta que la elegancia y la reserva con que Torres Bodet
oculta su vida íntima se vuelve un misterio dramático y que, en cambio, en lo
que respecta a la historia del hombre público, parecieran sus memorias un
informe burocrático “la narración se vuelve plana, los retratos son más
amables que incisivos y se esfuman las aristas de los conflictos. La diplomacia
es mala consejera literaria” (Paz, 1994: 10). Y es que efectivamente, con
frecuencia, en su autobiografía más que contar momentos de su vida personal,
reseña episodios nacionales e internacionales y su participación en ellos como
funcionario público, momentos en los que Torres Bodet reconoce “huellas de su
existencia”.
Lo anterior no es una característica deleznable, por el contario,
ya que aprovecha, como pocos intelectuales con cargos públicos, para exponer y
desarrollar las ideas y principios que orientaron sus funciones: “siempre que
subí a una tribuna, en México o en India, en Quitandinha o en Bogotá, en París
o en Colombo, en El Cairo o en Nueva York, quise expresar simultáneamente una
verdad personal y un estímulo destinado a la acción de quienes me oyesen”
(Torres, 1965: 9).
De ahí que, para acercarse a Torres Bodet, haya que recurrir tanto
a sus memorias como a sus discursos. Él mismo se percató de ello, comenta en Equinoccio:
“al revisar los capítulos que preceden, me doy cuenta de que la historia, en
aquellos años, fue para mí una forma profunda de biografía. Salvo en periodos
de íntima pesadumbre, como al deplorar la pérdida de mi madre, el funcionario y
el hombre formaron un solo ser” (Torres, 1981 [1974]: 697).
Además de auto-biografiarse, la principal coincidencia entre José
Vasconcelos y Jaime Torres Bodet es que ambos fueron secretarios de educación
pública de México. Hay otras similitudes más sutiles pero con marcadas
repercusiones. Ambos fueron hijos de familias de clase media, privilegiados al
no
padecer estrecheces económicas, al tener acceso a la educación y
al gozar de un ambiente familiar que promovía la cultura y el conocimiento.
Vasconcelos creció durante “el porfiriato”, época cuyo lema era
“orden y progreso”, pero llena de desigualdades sociales, de ignorancia y de
pobreza en amplias zonas rurales del país, y esto lo palpó desde temprana edad
gracias a sus continuos viajes y cambios de residencia. Los viajes de infancia
son parte de la gestación del carácter de Vasconcelos, y supusieron la
oportunidad de tener una íntima conciencia de su pueblo y su país.
Comentaría años después que “viajar es ir repartiendo pedazos del
corazón. Este crece después y se renueva, pero de pronto tenemos la sensación del
agotamiento sentimental. Es muy difícil conocer un pueblo y no amarlo”
(Vasconcelos, 1956: 7). De ciudad en ciudad fue percibiendo la riqueza de las
tradiciones, los recursos y las posibilidades de México, pero también observó
los obstáculos para su desarrollo. Mientras vivió en la frontera y en otros
momentos de exilio, pudo comparar día a día el descuido y abandono de los
pueblos mexicanos, con el progreso material de Norteamérica.
De sobra comprendía que, en otros terrenos, no tenía nada que
envidiar al país vecino, pues se sabía poseedor de una gran herencia cultural.
Sin embargo, hubo de reconocer también que a México le hacía falta un impulso
que lo lanzara a una nueva lucha, la de reconocerse en su cultura y proyectar
las capacidades de su identidad nacional. Desde entonces surge su interés por
la educación, por aquella que busca el desarrollo del espíritu además de la
especialización técnica. Dicho interés también surgió directamente de la
observación escolar, mientras cursaba el último año de primaria en el Instituto
de Campeche, pues fue ocasión de padecer los pasivos, rutinarios y memorísticos
métodos de enseñanza, por contraste con la alegría y el reto que representaba
cada clase en su antigua escuela de Eagle Pass. Además empezó a ver el descuido
material que reinaba en algunas de las escuelas mexicanas.
La infancia de Torres Bodet discurrió tranquilamente en la capital
a finales del porfiriato. La Ciudad de México ofrecía ventajas como el acceso a
producciones culturales y artísticas, al transporte y demás servicios que
proporcionaban un notable bienestar material. Consecuentemente, se mantuvo
alejado de la realidad del resto del país, que era desconocida o ignorada para
la mayor parte de la población capitalina. No tuvo mucho contacto con los
estados hasta que fue secretario particular de Vasconcelos, cuando en 1920 realizaron
giras para conseguir el apoyo para la creación de la SEP. Gracias a estos
viajes, a sus 20 años, fue conociendo las ciudades, los paisajes y
especialmente los rostros de un país que le mostraba “de repente, la intimidad
de una patria nunca expresada del todo” (Torres, 1981 [1955]: 87).
Posteriormente, sus constantes viajes y estancias en el
extranjero, como diplomático mexicano y funcionario internacional, también le
sirvieron para palpar las desigualdades entre las “grandes naciones” y las
“naciones débiles”. Por ello quiso trabajar desde la tribuna internacional a
favor de la solidaridad entre los hombres y reconoció que la educación del
pueblo era el camino para lograr el desarrollo económico, social y moral.
Estaba convencido de que, mediante la formación cívica, había que sembrar en
los corazones de las jóvenes generaciones un vivo deseo de libertad, un verdadero
espíritu de justicia y una auténtica voluntad de paz.
En cuanto a su
personalidad, Vasconcelos mostró siempre un temperamento apasionado, fuerte e
inquieto. Compartió la atención de sus padres con el resto de sus hermanos, lo
cual no impidió que tuviera una estrecha relación con su madre. Por otra parte,
los continuos cambios de residencia y, consecuentemente, de escuelas, obligaron
a Vasconcelos a adaptarse a la convivencia con personas distintas, cuyos comportamientos
y costumbres podían variar dependiendo de las regiones en que habitaban.
Inclusive tuvo que acostumbrarse a ser el niño mexicano en una escuela en la
que sus compañeros eran en su mayoría estadounidenses, debió comunicarse en un
idioma que no era el suyo, e incluso defender “a puños” la valía de lo
mexicano. Además, al ingresar en la Escuela Preparatoria se separó de su
familia y vivió tanto en pensiones tuteladas como en departamentos de estudiantes.
Todo esto contribuyó a forjar en él una personalidad fuerte e independiente, de
convicciones sólidas y definidas.
Torres Bodet en cambio, fue un niño tímido e introvertido, lo cual
contribuyó al desarrollo de su sensibilidad e inteligencia penetrante. Además
de ser hijo único estuvo principalmente rodeado de personas adultas durante su
infancia, y tuvo poco contacto con niños de su edad, ya que recibió de su madre
la enseñanza oficial en casa, en su habitación que hacía las veces de aula
improvisada. Así, Torres Bodet fue consolidando una personalidad solitaria,
pero más tarde llegaría a comprender la solidaridad como ninguno. Desde pequeño
aprendió en su hogar la disciplina y el sentido del deber, conoció las ventajas
de la libertad del autodidacta para adquirir diversidad de conocimientos, y
recibió una sólida formación del carácter compatible con la sensibilidad.
Fue justamente para que Torres Bodet interactuara con más niños,
que ingresó a la primaria en la Escuela Anexa a la Normal de la ciudad de
México donde inició su convivencia cotidiana con el resto de estudiantes. Él
prefería actividades recreativas tranquilas, en contraposición con la incesante
actividad de la mayoría de los chicos de su edad. Durante la época escolar su
madre siguió al tanto de sus estudios y amigos, en ocasiones limitando con
sobreprotección la necesaria autonomía de la adolescencia.
Torres Bodet recordaba a su madre como una mujer perfeccionista y
discreta, que se consideraba indigna del menor lujo, que poseía una gran
sensibilidad reprimida, y que encontraba desahogo para su melancolía en el
silencio y la soledad. Sorprendido de tal defensa de la intimidad, encontró que
él mismo era igual de reservado que su madre, y aprendió de ella la importancia
del cumplimiento del deber: “Desde chico, me había enseñado mi madre a preferir
las dificultades a los placeres, las privaciones a los excesos –y a no gustar
de ninguna dicha sino escanciada en la copa de un acto puro–. Verdad, belleza y
virtud eran para ella ideales indisolubles; o, por lo menos, aspiraciones
convergentes” (Torres, 1981 [1955]: 67).
Torres Bodet tenía 41 años, y era Subsecretario de Relaciones
Exteriores, cuando murió su madre. Esta ausencia marca la ruptura de una sólida
relación filial mantenida a lo largo de su vida, lo que provocó en él fue una
promesa no solicitada: decidió reforzar la enseñanza más preciada recibida de
ella: el deber de cumplir con el deber. Así lo comenta en Equinoccio:
“En lo sucesivo, tendría que aceptar una responsabilidad incuestionablemente
más grave: el deber de ser. Defraudarla, después de muerta, constituiría una
traición” (Torres, 1981 [1974]: 688).
Como Torres Bodet, también
Vasconcelos reconoció la influencia que su madre ejerció en su vida, pues
tenían una estrecha relación y una íntima comunicación. Sin embargo cuando ella
muere, Vasconcelos era apenas un estudiante de preparatoria, tenía 18 años.
Esta importante ausencia provoca en Vasconcelos el alejamiento de la enseñanza
más encarecida de su madre: el catolicismo. Se dio la libertad de “pecar a su
gusto”, cuenta en el Ulises criollo: “el desastre de mi amor materno
para el cual no aceptaba consuelos, la negación despiadada del milagro que pudo
restituirle la salud, me mantenía en rebelión antisentimental y antimística”
(Vasconcelos, 2000 [1935a]: 171).
La madre de Vasconcelos se había ocupado con esmero de reforzar la
fe católica de sus hijos, de hacerlos buenos practicantes con firmes
convicciones. Extremó su afán con él desde que ingresó a la escuela de Eagle
Pass, ya que –según pensaba– debido a la diaria convivencia con los “yankees”,
estaría expuesto a confundirse con las creencias y libertades protestantes, lo
cual pondría en peligro su fe. Para afianzarle en la religión y brindarle un
adecuado nivel cultural, su madre también se encargaba de señalarle lecturas en
casa, que, además, servían para que Vasconcelos fortaleciera el patriotismo con
que sus padres defendían y querían a México, y así lo recuerda en sus Memorias:
El afán de protegerme
contra la absorción por parte de la cultura extraña, acentuó en mis padres el
propósito de familiarizarme con las cosas de mi nación; obras extensas como el México
a través de los siglos y la Geografía y los Atlas de García Cubas
estuvieron en mis manos desde pequeño (Vasconcelos, 2000 [1935a]: 45).
Vasconcelos aprendió de su madre la afición por la lectura,
mediante la cual fue adquiriendo una buena preparación en distintas áreas de la
cultura. Durante las charlas que sostenían sobre los temas de sus lecturas, su
madre lo orientaba en toda clase de materias. Con cada cambio de residencia, ella
llevaba consigo una pequeña biblioteca de volúmenes indispensables, ese fue el
primer ejemplo de biblioteca ambulante que tuvo Vasconcelos, del que aprendió
que los libros deben estar siempre cerca de las personas, al igual que las más
imprescindibles pertenencias.
De igual manera, Torres Bodet aprendió de su madre el gusto por la
lectura, pero los contenidos de estudio no versaron sobre temas religiosos. Los
libros elegidos tampoco ayudaban a fomentar un sentimiento patriótico, su
madre era francesa y su padre de ascendencia española, y le inculcaron el aprecio
por otras culturas, lo que debió fomentar en él un creciente interés
internacional, que lo llevaría a ingresar al servicio exterior mexicano. Torres
Bodet fue uno de los mexicanos más internacionales de su tiempo, en todos sus
cargos públicos demostró su afán y capacidad de conciliación y cooperación; el
suyo fue un discurso político de solidaridad y democracia.
Vasconcelos nació en el seno de una familia tradicional y
nacionalista, se alimentó del orgullo de su raza mexicana, y se desarrolló en
él el afán por definir, defender y consolidar la identidad mexicana, fruto
nuevo y digno de la fusión de las sangres y culturas indígena e hispánica. La
propuesta de unidad de Vasconcelos, surgida en parte por las circunstancias y
de las ideas iberoamericanistas de la época, es el mejor referente mexicano del
discurso ideológico identitario.
Evidentemente la lectura fue determinante en ambos, su extensa
producción literaria lo demuestra. Además, a la hora de acercarse al
conocimiento, ambos lo hicieron en gran medida de modo autodidacta. Por su
parte, Torres Bodet sólo se interesó en escribir obras de literatura en sus
distintos géneros. Vasconcelos, fue más disperso y ecléctico, escribió sobre
temas que van de la literatura y la historia, a la filosofía y la sociología.
Desde niño, aficionado a la lectura y la reflexión, Vasconcelos
quería ser filósofo: “la palabra filósofo me sonaba cargada de complacencia y
misterio. Yo quería ser un filósofo. ¿Cuándo llegaría a ser un filósofo?”
(Vasconcelos, 2000 [1935a]: 49).
Sin embargo en el momento
de elegir la profesión, bajo el régimen porfirista, no tuvo la opción de cursar
estudios humanísticos. Así que eligió la Facultad de Jurisprudencia “por
eliminación”: optó por la alternativa de tener buenos ingresos con facilidad y
aprender algo de letras (lo que no le ofrecían ni la medicina ni la
ingeniería). La abogacía no fue el oficio predilecto ni constante de
Vasconcelos, sin embargo ejerció su profesión en repetidas ocasiones.
De manera similar Torres Bodet descubrió su vocación también
durante su infancia: “¡Ser un hombre de letras! Aún cercada así entre
admiraciones, la exclamación no contiene sino parte muy débil de mi esperanza,
a los 12 años” (Torres, 1981 [1955]: 37). A pesar de ello, eligió como
profesión la carrera de Derecho, pero sin desaprovechar clases de la Escuela de
Altos Estudios, en la que Antonio Caso abría a sus alumnos un amplio horizonte
humanístico.
Además de la profesión, Vasconcelos y Torres Bodet compartieron su
vocación humanista y universal. Los dos intuían que había otros temas y
realidades espirituales que quedaban al margen de la filosofía comtiana,
imperante por entonces en México. Por ello, fue una consecuencia natural que
sus ambiciones intelectuales les llevaran a estudiar por su cuenta y debatir
sobre aquella parte de la sabiduría que el positivismo olvidaba. El primer
paraíso de Vasconcelos y sus amigos fueron las estupendas bibliotecas
familiares de Antonio Caso y Alfonso Reyes. Contando con el antecedente de las
reuniones de “La Sociedad de Conferencias y Conciertos” fundada en 1907, estos
intelectuales inquietos4 fundaron en la Ciudad de México el “Ateneo de la
Juventud” el 27 de octubre de 1909, cuyo objetivo principal sería difundir la
cultura intelectual y las artes. Samuel Ramos explica así la vocación y el
perfil común de los ateneístas:
No era el Ateneo un cenáculo
aislado en el mundo; su programa era renovar y extender la cultura. Todos sus
miembros eran escritores, y la mayor parte de ellos han sido después profesores
de la universidad. Dentro de la variedad de objetos a que cada uno se dedicaba,
había en la actividad de todos una intención común: la moralización. Esto
equivale a decir que se trataba de levantar por todos lados la calidad
espiritual del mexicano (1990 [1934]: 135).
En 1912, con Vasconcelos como presidente del grupo, cambia el
nombre por el de “Ateneo de México”, las inquietudes de los ateneístas se
ampliaron y cobraron una nueva forma dando origen a la “Universidad Popular” (1912-1920),
que tenía como fin llevar la educación y la cultura mediante conferencias,
conciertos, talleres, etc., a grupos de obreros y sectores de la población que
no habían tenido acceso a la escolarización, o simplemente adultos interesados
en mejorar su preparación cultural. Esta institución hizo las veces de una
extensión universitaria.
Torres Bodet también fue
un intelectual inquieto. Al igual que Vasconcelos, se reunía con amigos para
charlar sobre la literatura del momento y comentaban sus propias producciones.
Formaron en 1918 un “Nuevo Ateneo de la Juventud”, que tuvo una corta y no muy
brillante vida, pero sin embargo fue la semilla para la conformación de la
generación de los “Contemporáneos”. Este grupo5 coincidió más en su pasión por
la literatura y su dedicación a ella, que en sus postulados estilísticos, que
eran muy variados. Torres Bodet describe esta característica que, a la vez que
diferenciaba a sus integrantes, los unía: “Nos sabíamos diferentes; nos
sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que
inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos,
como Villaurrutia lo declaró, un grupo sin grupo. O, según dije, no sé ya
dónde, un grupo de soledades” (Torres, 1981 [1955]: 158).
Los contemporáneos no se inmiscuyeron en asuntos sociales, pero
esta generación de escritores se vio influida por el horizonte espiritual de
los ateneístas, que no era sólo intelectual, sino que también fue moral.
Los “Contemporáneos” tampoco tratan, como lo hicieron los ateneístas,
de imponer a la juventud una disciplina intelectual nueva; su preocupación es
personal; su interés, la creación de la obra de arte; ese es su horizonte, que
pocas veces abandonan (Leal, 1957: 291).
De dicha generación, Torres Bodet fue quien tuvo la participación
más destacada en la vida pública. Trabajó al servicio del Estado mexicano y
ocupó cargos internacionales, pero procuró que los asuntos oficiales no
influyesen en su prestigiada producción literaria, la que nunca dejó de lado, a
pesar de lamentar no poder dedicar mayor tiempo a las letras y tener que robar
horas de su descanso para escribir, todo por “estar retirado en la vida
pública” como observó Carlos Pellicer.
Las obras de Vasconcelos también le dieron pronta fama, pero fue
una popularidad que le costó censura, persecución política, recelo y diversas
acusaciones, pues al involucrarse en la política lo hizo de forma total,
arriesgándose a expresar por escrito su pasión y sus ideas, sin ocultar nunca
sus críticas contra el gobierno.
Vasconcelos siempre tomó partido, en ocasiones el peor partido
posible, pero siempre fue fiel a sí mismo: cuando fue inconsecuente pagó las
consecuencias, cuando encarnó el estado de ánimo del continente fue uno de sus
portavoces y de sus guías (Carballo, 2003: 16).
Por el contrario, como ya se ha dicho, Torres Bodet opinó con
mesura sobre la política mexicana, sin duda porque fue un servidor leal del
Estado, y es que, efectivamente, hablaba con prudencia y lealtad, dice en la
publicación de sus Discursos:
Nunca hablé para destruir. Como
Secretario de Relaciones Exteriores, anhelé interpretar la voluntad mexicana,
franqueando a los pueblos rutas mejores hacia su colaboración efectiva en la
libertad. Como Secretario de Educación Pública, me esforcé por captar y por
difundir –hasta donde pude– la profunda verdad de México. Y, como Director
General de la UNESCO, procuré inducir a los poderosos al examen de sus
obligaciones indeclinables frente a los débiles: los desheredados de la
historia, de la geografía y de la cultura (Torres, 1965: 9).
Vasconcelos y Torres Bodet tuvieron una formación humanista y
universal que, sumada al conocimiento de su pueblo, les permitió abrir y
proyectar a los mexicanos al mundo. Veían la cuestión educativa como un
problema nacional: sus respuestas fueron fruto de la comprensión de las necesidades
educativas locales y emprendieron planes globales. Tanto por la
complementariedad de sus estrategias, como por su visión de futuro y de
progreso, su obra tiene muchos puntos en común, algunos se exponen a
continuación.
Realizaciones de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet al
frente de la SEP
En
el momento de la creación de la SEP, en 1921, todo estaba por hacerse, y había
que hacerlo simultáneamente para atacar la ignorancia por todos los flancos de
manera complementaria, de ahí que Vasconcelos ideara la estructura tripartita
de la Secretaría: Escuelas, Bibliotecas y Bellas Artes, pues estos tres
departamentos tenían el cometido de despertar las capacidades creativas y
productivas que habían permanecido adormecidas debido
a la ignorancia, a un tiempo causa y consecuencia de la pobreza. Determinó que
la misión de la SEP sería: “salvar a los niños, educar a los jóvenes, redimir a
los indios, ilustrar a todos y difundir una cultura generosa y enaltecedora ya
no de una casta sino de todos los hombres” (Vasconcelos, 1920a: 132).
Cuando Torres Bodet fue titular de la SEP, entre 1943-1946 y 1958-1964,
la estructura administrativa de ésta era más amplia y especializada que cuando
la fundó Vasconcelos, lo que implicaba que, para que los proyectos y las
reformas salieran adelante, debía dedicarse más tiempo a su estudio y
planeación. Torres Bodet comprendió que su tarea al frente de la SEP sería
rehacer la política de la Secretaría y ponerla al servicio de la fraternidad y
la unión patriótica, para devolver la esperanza en la educación y guiarla hacia
metas más elevadas y más libres, pues la ley de educación debía ser la ley de
la convivencia. Su misión sería:
Rehacer la secretaría, tratar de
darle un sentido de enlace humano y de unión patriótica; evitar las discordias
políticas y las inútiles controversias; asociar los extremos, que amenazaban
ruina; ligar de nuevo, con una afirmación de esperanza, el norte y el sur de
todas las inquietudes, y hacer –de cuanto lográsemos reparar– una escalinata
efectiva, para el ascenso de nuestro pueblo hacia planos más elevados y
resistentes, más libres y más dichosos (Torres, 1969/1981: 242).
El discurso de Vasconcelos era revolucionario, y su mensaje fue el
del desarrollo espiritual, de la redención “mediante el trabajo, la virtud y el
saber” (Vasconcelos, 1920b/1950: 10). Promovió una participación cívica y
voluntaria sin precedentes en la causa educativa y cultural, e hizo de esa
nueva cruzada un deber de patriotismo que fue cumplido con entusiasmo y
esperanza.
El discurso de Torres Bodet era democrático y civilizador, y su
mensaje era el de la convivencia pacífica, solidaria y justa. Estaba convencido
de que “la cultura obliga. Y, si el privilegio de la cultura obliga en todo
país, más aún obliga en un pueblo en que son tan pocos los que disfrutan de
ella efectivamente” (Torres, 1981 [1969]: 241) y, por ello, hizo también una
llamada a la participación cívica en nombre del deber moral de fortalecer la
paz y la libertad a través de la educación y la cultura.
Tanto Vasconcelos como Torres Bodet reconocían la igualdad de los
mexicanos y afirmaron que las únicas diferencias eran las que procedían de la
ignorancia y la incultura. Para el primero, la ignorancia era el verdadero
enemigo del espíritu y de la patria; para el segundo, la ignorancia era un
déspota invisible, tirano sin rostro y sin biografía.
La primera iniciativa de Vasconcelos en favor de la educación
popular fue la “campaña de desanalfabetización”, ya que en 1920 aproximadamente
el 80% de la población no sabía leer ni escribir español. Con ella pretendía
acabar con lo que impedía a los mexicanos acceder a los bienes de la cultura,
por lo cual, además de la lectura y la escritura, se preocupó también de
difundir preceptos higiénicos. Pedía que todos se unieran al ejército de los
constructores y no al de los destructores, debían enrolarse en una auténtica
cruzada de alfabetización.
Esta
campaña estuvo impulsada por voluntarios entusiastas denominados “profesores
honorarios” y posteriormente Vasconcelos convocó al llamado “ejército
infantil”, constituido por alumnos de primaria mayor. Pedía que los voluntarios
enseñaran en sus casas, en los lugares de trabajo, en las plazas públicas, y
que, incluso, lo hicieran los domingos. La respuesta de la ciudadanía fue inmediata
y generosa, sin embargo, con el tiempo decayó el interés y comenzaron las
dificultades propias de la falta de experiencia y de capacitación para la
enseñanza, de recursos materiales y didácticos.
En 1922 se establecieron centros nocturnos de alfabetización para
adultos y obreros, pues algunos se avergonzaban de estudiar a su edad, les
molestaba compartir la instrucción con los niños o que, para su aprendizaje, tuviesen
que utilizar silabarios con textos infantiles. Algunos jefes ponían
dificultades a sus obreros y campesinos a la hora de asistir a las clases,
algunos padres de familia no querían prescindir del trabajo de sus hijos, etc.
A pesar de ello, los resultados de la campaña “no son en absoluto
insignificantes, si se tiene en cuenta lo limitado de los medios de que se
dispuso y la inmensidad de la tarea por realizar” (Fell, 1989: 47).
Más allá de limitaciones y errores, el mérito y el acierto de
Vasconcelos consiste en que su campaña de alfabetización fue la primera
emprendida a nivel nacional, dirigida por el gobierno y realizada con la
participación voluntaria de los ciudadanos. Lideró un movimiento sin
precedentes de participación cívica de los mexicanos. En el momento de
consolidación y reconciliación nacional posterior a la Revolución, con la
campaña de alfabetización, venció a la desconfianza y a la indiferencia.
Para que surgiera una iniciativa semejante, hubo que esperar hasta
1944, cuando Torres Bodet emprendió la “campaña contra el analfabetismo”, pues
el panorama que se le presentaba en la SEP no era sustancialmente distinto al
que había conocido con Vasconcelos. El analfabetismo afectaba al 48% de la
población. Se promulgó una “ley de emergencia” para convocar a la campaña que
tuvo un espíritu combativo, porque la ignorancia era vista como una amenaza
latente contra la paz. Dicha ley imponía a todos los ciudadanos de entre 18 y 60
años que supieran leer y escribir, la obligación moral de enseñar a por lo
menos otro mexicano que no supiera hacerlo y que no estuviese inscrito en
ninguna escuela. También se contó con el apoyo de los niños, organizados en
“brigadas infantiles alfabetizantes”.
A diferencia de la emprendida por Vasconcelos, esta campaña sí
tuvo una planificación previa, con tiempos bien definidos para idearla, para la
ejecución y para la evaluación de la misma. Se prepararon cartillas de
alfabetización en español y bilingües para la alfabetización de grupos indígenas.
Se organizaron patronatos para sumar aportaciones al presupuesto gubernamental
destinado a la campaña, se sumaron organizaciones políticas y sindicales, la
alfabetización “fue noticia” y no faltó entusiasmo. Al igual que con
Vasconcelos, fue encomiable el esfuerzo y la participación de la gente, sobre
todo en provincia, aunque había comunidades en que los iletrados superaban a
los alfabetizadores, pero, una vez más, se evidenció que “las virtudes del
maestro no se improvisan” (Torres, 1981 [1969]: 36). Finalmente, se
establecieron centros de enseñanza colectiva para prolongar la campaña el
tiempo que fuera necesario.
Torres Bodet explicó que esta campaña de alfabetización tenía tres
propósitos. El inmediato era enseñar a leer y a escribir a los iletrados. El
segundo era que la experiencia de la campaña sirviera de ensayo para instaurar
una futura organización educativa de carácter extraescolar. El último
propósito, pero que sería su mayor logro, consistiría en “depurar la noción de
solidaridad”. Es decir, que todos los mexicanos, letrados e iletrados,
vinculasen los problemas de su existencia con los del resto de sus
conciudadanos, y que reconocieran también que en el corazón de todos está el
mismo deseo de justicia y de paz. La campaña era una forma democrática de
educar para la democracia:
Por
el esfuerzo de todos en bien de todos y porque educa tanto al que aprende como
al que enseña: al que aprende, por lo que aprende, y al que enseña, por lo que
avanza en el conocimiento de las deficiencias y los dolores de la nación
(Torres, 1965 [1945]: 40).
Por otro lado, con la campaña se pretendía también contribuir a la
paz internacional mediante la educación, pues estando el mundo en plena Segunda
Guerra, Torres Bodet afirmaba que “el factor más profundo de la resistencia de
un pueblo en lucha es la preparación intelectual y moral de sus habitantes. Esa
preparación exige, como premisa, una educación al alcance de todos” (Torres, 1981
[1969]: 300).
Vasconcelos y Torres Bodet se empeñaron en que todos los mexicanos
accedieran a la alfabetización como requisito indispensable, el “estricto
mínimo”, para el progreso de cualquier orden. Sin embargo, enseñar a leer no
era suficiente, también había que fomentar el hábito de la lectura que además
debía nutrirse de las obras que contienen la síntesis de los valores supremos
de la humanidad. Vasconcelos estaba convencido de que “todos los esfuerzos
para la enseñanza de la lectura resultan inútiles si no se difunde después el
libro. De suerte, que poblaciones enteras retrogradarán al analfabetismo, así
hayan aprendido a leer en la escuela, si no encuentran en el libro el incentivo
de su aprendizaje” (Vasconcelos, 1935b: 236).
En el mismo sentido, Torres Bodet sabía que “de nada vale enseñar
a leer, ni crear escuelas, ni fomentar la educación fundamental de las masas si
los que acaban de aprender no pueden procurarse textos o, más aún, si no se
les ofrece y proporciona material de calidad para el ejercicio de la lectura”
(Torres, 1981 [1955]: 98). Y a tal propósito estuvieron encaminados los
esfuerzos de ambos.
Vasconcelos editó y distribuyó libros de literatura clásica para
promover el conocimiento de los tesoros de la cultura universal y la
identificación de la gente común con los ideales trascendentes. Fue la primera
ocasión en que el Estado se hacía cargo de la edición y distribución de libros,
y no cualquier clase de libros, sino de los libros clásicos, que “nos dan las
ideas, la riqueza, la prodigalidad entera de la conciencia” (Vasconcelos, 1920a:
137). Además, se editaron 14 números de la destacada revista El maestro,
con la pretensión de difundir entre los mexicanos:
El dato útil, la información
aprovechable, en una palabra, les permitirá sentir las palpitaciones que
producen los más avanzados movimientos de ideas en el mundo, ampliando los
horizontes del obrero y del campesino, estimulando el estudio de profesionistas
y escolares, animando con sugestiones prácticas a industriales y explotadores
de la tierra y vigorizando el espíritu de todos (Vasconcelos, 2002 [1921]: 100).
Torres Bodet, siguiendo el ejemplo de Vasconcelos, editó
semanalmente la revista Biblioteca enciclopédica popular, la colección
tuvo en total 232 volúmenes. Pretendía, al seleccionar extractos de obras,
motivar el interés de los lectores y ofrecer un panorama general de la cultura,
el pensamiento y la literatura contemporáneos y clásicos, a fin de seguir
promoviendo la cultura a través de la lectura, de forma masiva y a bajo costo,
ya que el propósito último era combatir el analfabetismo funcional.
Otra
de las iniciativas determinantes de Torres Bodet, por la que tuvo que hacer
frente a constantes ataques y sortear férreas oposiciones, fue la edición y
distribución de los libros de texto gratuitos para los alumnos de las escuelas
primarias, a cargo de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos,
dirigida por Martín Luis Guzmán. Con esta medida, se pudo garantizar que todos
los niños inscritos en las escuelas públicas y privadas contaran con un mismo
recurso didáctico que contuviese los conocimientos mínimos que marcaban los
programas oficiales.
Por otro lado, Vasconcelos no descuidó las estrategias que
buscaran la consolidación de las escuelas, como requisito indispensable de la
educación para todos, al grado de reavivar y revolucionar la educación rural en
los años 20. A las comunidades alejadas y olvidadas a las que no había llegado
la escuela, se desplazaron entonces los “maestros ambulantes”, en ellas se
crearon “casas del pueblo” y tuvieron lugar las “misiones culturales”, todo
ello a fin de elevar el nivel moral y las condiciones materiales de vida de sus
habitantes a través de la enseñanza de los rudimentos de instrucción, así como
de métodos y técnicas para mejorar el trabajo agrícola y las industrias
locales.
Vasconcelos estaba convencido de que la educación, el arte y la
cultura debían servir, entre otras cosas, para mejorar las condiciones de vida
de la gente. La prioridad sería “una enseñanza que sirva para aumentar la
capacidad productora de cada mano que trabaja y la potencia de cada cerebro que
piensa” (Vasconcelos, 1950 [1920b]: 11). La educación tenía que ser tarea de
todos, del mismo modo que sus beneficios servirían para el disfrute y el
bienestar de todos. También se trató de suscitar y fortalecer el reconocimiento
del pasado glorioso que une a todos los mexicanos y que daría la pauta para un
porvenir dichoso y próspero fundado en la identidad compartida.
Las misiones culturales y los maestros ambulantes se ocuparon de
la actualización docente de los maestros rurales en sus propios pueblos, y de
la capacitación de algunos jóvenes para que fueran los maestros de las escuelas
que se fundasen más adelante. Se trataba de una solución provisional, necesaria
mientras se formaban nuevos maestros en las escuelas normales.
Torres Bodet, en su primer periodo al frente de la SEP, se
encontró con una gran cantidad de maestros en servicio sin contar con los
estudios normalistas reglamentarios, situación especialmente habitual entre
los maestros rurales, que tenían una gran vocación pero pocos recursos pedagógicos.
Tuvo que ser creativo para cambiar esta situación, ya que no se podían instalar
simultáneamente tantos centros de capacitación en todas las regiones como eran
necesarios, ni se podía pedir a los profesores que se desplazaran a las ciudades
para recibir la capacitación.
La opción fue impartir los cursos por correspondencia y durante
las vacaciones a los maestros-alumnos se concentraban en algunas ciudades para
recibir cursos presenciales y realizar sus exámenes. Con esta iniciativa logró
establecer “lo que alguien llamó, alguna vez, la más grande Escuela Normal de
todo el Continente” (Torres, 1981 [1969]: 333). Dada su metodología innovadora,
este sistema de capacitación mediante cartillas enviadas por correspondencia,
fue el primer experimento de educación a distancia en México y Latinoamérica.
En el momento de la reconstrucción nacional, Vasconcelos creó un
departamento para la construcción y reparación de escuelas, pues dotar al país
de aulas era tarea prioritaria y urgente. Propuso unificar la construcción de
las nuevas escuelas de acuerdo con el estilo arquitectónico colonial de altos
arcos, anchas galerías y patios centrales. Pretendió además que fueran lugares
bellos, pues la arquitectura, como el arte, también educa y cumple una función
social y estética. Además, puesto que los niños pasarían en las escuelas las
mejores horas del día, se necesitarían “salas muy amplias para discurrir
libremente y techos muy altos para que las ideas puedan expandirse sin estorbo.
¡Sólo las razas que no piensan ponen el techo a la altura de la cabeza!”
(Vasconcelos, 1922: 5).
Dos
décadas después de Vasconcelos, Torres Bodet se enfrentó con la falta de
escuelas y con salones inadecuados: “arcaicos recintos mal ventilados e
iluminados, con instalaciones higiénicas deficientes, sin espacio para talleres
y bibliotecas, con aulas frías y oscuras en el centro de las ciudades, o, al
contrario, en provincia, con galerías expuestas a un sol ardiente” (Torres, 1965
[1944]: 551).
Ante tal panorama, creó el Programa Federal de Construcciones
Escolares, que no fijó ningún modelo arquitectónico para la construcción de
escuelas, bastaba con que fueran funcionales, sólidas y cómodas.
Posteriormente, en el segundo periodo de Torres Bodet, este programa obtuvo en 1961
el Gran Premio Internacional de Arquitectura, por la innovación en la
construcción de aula-casa prefabricadas, que permitía multiplicar las escuelas
rurales dotándolas de características funcionales aunque adaptadas a las
condiciones climáticas de las regiones.
Así como en esta pequeña selección de proyectos educativos y
culturales, emprendidos por Vasconcelos y Torres Bodet, se puede observar una
innegable similitud, también se puede apreciar que cada uno de ellos es
integral y oportuno para sus circunstancias, lo cual se explica por la congruencia
y la agudeza de los ideales educativos de estos personajes.
Convicciones educativas de José Vasconcelos y de Jaime Torres
Bodet
José Vasconcelos comprendió que el progreso de México no era
viable sin una identidad nacional fuerte, pues no hay futuro verdadero sin un
presente apoyado en la conciencia del pasado. Además, tampoco hay progreso
posible en ningún ámbito de la vida de un país si su sociedad no está cohesionada.
Para lograr ambas cosas había que contribuir al reconocimiento y aceptación por
parte del pueblo de su propia identidad mexicana.
Para Vasconcelos la identidad de México radica en la novedad y la
fuerza del mestizaje: entre la sangre indígena y la lengua y la tradición
española. Torres Bodet también encuentra la identidad nacional en la cultura
mestiza de México, fruto de la fusión cabal de la sensibilidad y el
temperamento del indígena, con las aportaciones de las humanidades grecolatinas
y de la moral del cristianismo heredadas ambas de la cultura española. Se
expresa de esta manera:
No se trata ya de escoger entre
el indigenismo y el hispanismo. Se trata de entender, con valor, todo lo que
somos: un pueblo complejo y original, en su mayor parte mestizo, que se expresa
oficialmente en español y que siente –a veces– en tarasco o en maya o en otomí;
pero que no está dispuesto a mantener privilegios entre sus hijos y que se
afirma en lo nacional, para contribuir mejor a lo universal (Torres, 1981 [1969]:
282).
A Torres Bodet le interesa fortalecer la identidad para que México
sea un baluarte de convivencia pacífica y se muestre solidario con el mundo,
pues tiene siempre presente la trascendencia internacional –global, se diría
hoy en día–. A Vasconcelos le interesa mostrar las raíces de la identidad
mexicana y fortalecerla para lograr la unidad nacional y que México se dé a
conocer y aporte su riqueza cultural al mundo. Ambos comparten una visión
humanista y universal.
A
principios de los años 20 del siglo pasado, en México surgió el proyecto social
y político de la “reconstrucción nacional”, que debía responder a los ideales
de la Revolución, reconstruir lo destruido por la violencia y unir lo dividido
por el odio, además de acabar con la indiferencia y la desesperanza que habían
provocado. En este contexto, el proyecto educativo de Vasconcelos fue el de la
“redención espiritual”, que sería posible gracias a: 1) la educación integral
de todos los mexicanos y ya no sólo mediante la instrucción de unos cuantos; 2)
la difusión de los más altos valores espirituales comunicados a través de la
cultura y el arte; 3) la vinculación de la escuela con la comunidad, y 4) la
vinculación del conocimiento con el trabajo.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de
los años 60, en el contexto de la posguerra y de la guerra fría, se
fortalecieron en México los deseos de estabilidad social y política y se
pusieron los cimientos del desarrollo industrial del país. El Estado mexicano
adoptó medidas conciliadoras para fortalecer la “unidad nacional”, que
hicieran posibles dichas metas y la consolidación de la paz. Tras el
radicalismo de la llamada educación socialista, había llegado el momento de un
proyecto educativo a favor de la “unidad nacional”, que encabezó y dirigió
Torres Bodet, quien creía que la unidad nacional sería posible gracias a: 1)
los valores de la democracia como forma de vida; 2) la comprensión de la
responsabilidad cívica ante la vida; 3) la educación para la libertad, la paz,
la justicia y la solidaridad, y 4) la libertad ideológica en la educación y la
ampliación de su gratuidad.
Vasconcelos trató con su proyecto educativo de reconciliar a los
mexicanos consigo mismos para que descubrieran el valor y las potencialidades
de sus raíces históricas y culturales. Subordinó el desarrollo de México a la
unidad nacional, y ésta a la previa consolidación de su identidad. Para el
logro de estos objetivos, el medio que propuso fue la democratización de la
educación y la cultura.
Cuando Torres Bodet redactó en 1946 el nuevo texto del Artículo 3º
de la Constitución, pretendía favorecer la reconciliación de los mexicanos al
acabar con la imposición de la educación socialista y con la oposición y
confusión que había suscitado. Estableció, en cambio, que la educación debía
desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentar los
deseos de solidaridad, de libertad y de justicia. Su orientación sería nacional
y democrática, entendida no sólo como una forma de educación, sino como un
estilo de vida.
Vasconcelos exaltó la estética, es decir, la educación de la
inteligencia a través de la emoción integradora que causa la belleza. La suya
es una formación espiritual, cuya meta es lograr la trascendencia personal a
través del arte, pero antes de ello, el ser humano debe cumplir con su misión
social, de ahí que promueva el servicio como valor.
Torres Bodet creía que los mexicanos necesitaban ante todo
aprender a vivir, por lo que exaltó la moral. Junto con la educación de la
inteligencia, la educación del carácter debe ser la base y el corolario de toda
la formación. La suya es una formación cívica, que pone el énfasis en la
sociabilidad humana, de ahí que promueva la solidaridad como valor.
En suma, José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet trabajaron desde la
Secretaría de Educación Pública para hacer efectivo el derecho de todos los
mexicanos a acceder a la educación y a la cultura, puesto que ambos tuvieron
una gran fe en que la educación de cada hombre contribuye al mejoramiento del
mundo, tal y como se pone de manifiesto en estas frases suyas: “Los que tienen
algo y saben algo necesitan darse cuenta de que no pueden ser verdaderamente
fuertes ni verdaderamente sabios mientras todo a su alrededor sea ignorancia y
pobreza” (Vasconcelos, 1950 [1920c]: 52). “Nadie posee realmente nada cuando no
es digno de disponer de lo que posee, para el bien de la humanidad” (Torres, 1965
[1949]: 164).
Lo fundamental en Vasconcelos y Torres Bodet es que fueron hombres
de firmes convicciones, fruto de una formación intelectual humanista y universal,
lo cual les permitió concebir un ideal educativo trascendente para los
mexicanos. Sus realizaciones en el ámbito educativo fueron puntuales e
integrales. Comprendieron las circunstancias particulares y concretas, e
innovaron en las estrategias no sólo para resolver las necesidades, sino
también para impulsar las capacidades.
La
historia, trayectoria y vocación de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet
tienen en común: comprensión, convicción, pasión y dirección ante las aristas
de la educación del hombre.
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