domingo, 18 de noviembre de 2012

José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet



 José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet

Historia, trayectoria y vocación común
El artículo presenta a dos intelectuales mexicanos, dis­tintos en personalidad, historia y trayectoria, sin em­bargo, coincidentes en una vocación común: la educa­ción de sus compatriotas. Ambos fueron secretarios de educación durante el siglo XX y pusieron en marcha al­ternativas para el progreso material y espiritual de los mexicanos a través de la educación y la cultura. Se trata de José Vasconcelos, fundador y titular de la SEP (1921- 1924), y Jaime Torres Bodet, titular de esa secretaría en dos ocasiones (1943-1946 y 1958-1964). En un cons­tante paralelismo entre Vasconcelos y Torres Bodet, a lo largo del texto se destacan algunas circunstancias biográficas que influyeron en la consolidación de la personalidad y convicciones de estos personajes. Tam­bién se señalan algunas de las realizaciones de mayor trascendencia y calado emprendidas bajo su dirección desde la Secretaría de Educación Pública. Finalmente se exponen aquellas convicciones educativas que rigie­ron sus acciones, tales como que el progreso de México es posible a través del fortalecimiento de la identidad nacional y de la democratización de la educación y la cultura, recuperándoles su dimensión humanista y universal.
José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet
Historia, trayectoria y vocación común

José Vasconcelos (1882-1959), llegó a la rectoría de la Universidad Nacional de México en 1920, te­niendo ya en mente un proyecto de redención espiritual para los mexicanos, que debía realizarse por medio de la educación y la cultura, a partir del cual se intentaría definir y fortalecer la identidad nacional. Dicho proyecto se hizo realidad con la fundación de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en septiembre de 1921.
Jaime Torres Bodet (1902-1974), fue un destacado colaborador de Vasconcelos. Pasó de ser su secretario particular en la Universidad, a ser el jefe del Departamento de Bibliotecas de la SEP desde su creación hasta noviembre de 1924. Posteriormente ocupó la dirección de dicha Secretaría en dos ocasiones: los últimos tres años del gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y durante el sexenio de Adolfo López Mateos (1958-1964). En medio de esos periodos, ocupó eficazmente el cargo de director general de la UNESCO (1948-1952).
El que ambos se hayan ocupado de la cartera educativa de México, ya es razón suficiente para ser valorados por los mexicanos, sin embargo, no es ésta su única coincidencia ni su único mérito. Lo que motiva a este artículo es, justamente, destacar el valor y la semejanza del pensamiento y la acción de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet.
El texto está estructurado en tres apartados, los cuales, en un constante paralelismo entre Vas­concelos y Torres Bodet, desarrollan los siguientes objetivos: 1) destacar en ambas autobiografías aquellas circunstancias que influyeron en la afirmación de su personalidad y sus convicciones; 2) mostrar la semejanza de algunos proyectos que emprendieron siendo secretarios de educación, en especial, las campañas de alfabetización y la promoción de la lectura, y 3) puntualizar las conviccio­nes educativas que determinaron la orientación de su proceder al frente de la SEP.
Las fuentes principales que se han empleado para ello son las cuatro obras autobiográficas de Vasconcelos1 y los seis volúmenes de las memorias de Torres Bodet,2 así como sus compendios de discursos,3 entre otros comunicados oficiales de la SEP y libros especializados. La metodología seguida ha sido el estudio detenido de dichas fuentes, haciendo de ellas un análisis reflexivo en busca de la comprensión de las categorías de investigación previamente establecidas. La tarea primordial en la elaboración del artículo ha sido: realizar una correcta interpretación, una clara explicación y una coherente comparación del pensamiento y la obra de Vasconcelos y de Torres Bodet.


Coincidencias y divergencias en la vida de José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet
El hecho de que tanto José Vasconcelos como Jaime Torres Bodet hayan escrito su autobiografía, es prueba fehaciente del interés y la dedicación de ambos por narrar su historia personal. Cabe destacar que la diferencia de estilo en sus textos es evidente, como evidente es su distinta persona­lidad. En su autobiografía, Vasconcelos cuenta su vida, polémica y polifacética, expone sus actos y motivaciones, que fueron a un tiempo causa y consecuencia de sus fuertes pasiones. En ella revela su intimidad. A este respecto, Emmanuel Carballo comenta lo siguiente:
Cuando Vasconcelos da a la publicidad los cuatro tomos de sus memorias se produce una bomba en el mercado del libro. Los lectores toman partido: unos piden la cabeza del cínico (y a veces su tronco y extremidades) y otros solicitan para ese mexicano exhibicionista o sincero el reconoci­miento y los parabienes de la patria. Se establece así la polémica, y casi tan curioso como extraño, los libros en cuestión se convierten en best sellers y más que muy vendidos se vuelven muy leídos y comentados (citado por González, 1998: 41).
La autobiografía de Torres Bodet, en cambio, es la ocasión del poeta para narrar sus actuaciones como funcionario público y exponer algunas de sus reflexiones como artista, pues dentro de estos dos roles, sintió “vivir a medias”. Octavio Paz comenta que la elegancia y la reserva con que Torres Bodet oculta su vida íntima se vuelve un misterio dramático y que, en cambio, en lo que respecta a la historia del hombre público, parecieran sus memorias un informe burocrático “la narración se vuelve plana, los re­tratos son más amables que incisivos y se esfuman las aristas de los conflictos. La diplomacia es mala con­sejera literaria” (Paz, 1994: 10). Y es que efectivamente, con frecuencia, en su autobiografía más que contar momentos de su vida personal, reseña episodios nacionales e internacionales y su participación en ellos como funcionario público, momentos en los que Torres Bodet reconoce “huellas de su existencia”.
Lo anterior no es una característica deleznable, por el contario, ya que aprovecha, como pocos inte­lectuales con cargos públicos, para exponer y desarrollar las ideas y principios que orientaron sus fun­ciones: “siempre que subí a una tribuna, en México o en India, en Quitandinha o en Bogotá, en París o en Colombo, en El Cairo o en Nueva York, quise expresar simultáneamente una verdad personal y un estímulo destinado a la acción de quienes me oyesen” (Torres, 1965: 9).
De ahí que, para acercarse a Torres Bodet, haya que recurrir tanto a sus memorias como a sus dis­cursos. Él mismo se percató de ello, comenta en Equinoccio: “al revisar los capítulos que preceden, me doy cuenta de que la historia, en aquellos años, fue para mí una forma profunda de biografía. Salvo en periodos de íntima pesadumbre, como al deplorar la pérdida de mi madre, el funcionario y el hombre formaron un solo ser” (Torres, 1981 [1974]: 697).
Además de auto-biografiarse, la principal coincidencia entre José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet es que ambos fueron secretarios de educación pública de México. Hay otras similitudes más sutiles pero con marcadas repercusiones. Ambos fueron hijos de familias de clase media, privilegiados al no  
padecer estrecheces económicas, al tener acceso a la educación y al gozar de un ambiente familiar que promovía la cultura y el conocimiento.
Vasconcelos creció durante “el porfiriato”, época cuyo lema era “orden y progreso”, pero llena de des­igualdades sociales, de ignorancia y de pobreza en amplias zonas rurales del país, y esto lo palpó desde temprana edad gracias a sus continuos viajes y cambios de residencia. Los viajes de infancia son parte de la gestación del carácter de Vasconcelos, y supusieron la oportunidad de tener una íntima conciencia de su pueblo y su país.
Comentaría años después que “viajar es ir repartiendo pedazos del corazón. Este crece después y se renueva, pero de pronto tenemos la sensación del agotamiento sentimental. Es muy difícil co­nocer un pueblo y no amarlo” (Vasconcelos, 1956: 7). De ciudad en ciudad fue percibiendo la riqueza de las tradiciones, los recursos y las posibilidades de México, pero también observó los obstáculos para su desarrollo. Mientras vivió en la frontera y en otros momentos de exilio, pudo comparar día a día el descuido y abandono de los pueblos mexicanos, con el progreso material de Norteamérica.
De sobra comprendía que, en otros terrenos, no tenía nada que envidiar al país vecino, pues se sabía poseedor de una gran herencia cultural. Sin embargo, hubo de reconocer también que a México le hacía falta un impulso que lo lanzara a una nueva lucha, la de reconocerse en su cultura y proyectar las capacidades de su identidad nacional. Desde entonces surge su interés por la educa­ción, por aquella que busca el desarrollo del espíritu además de la especialización técnica. Dicho interés también surgió directamente de la observación escolar, mientras cursaba el último año de primaria en el Instituto de Campeche, pues fue ocasión de padecer los pasivos, rutinarios y memo­rísticos métodos de enseñanza, por contraste con la alegría y el reto que representaba cada clase en su antigua escuela de Eagle Pass. Además empezó a ver el descuido material que reinaba en algunas de las escuelas mexicanas.
La infancia de Torres Bodet discurrió tranquilamente en la capital a finales del porfiriato. La Ciudad de México ofrecía ventajas como el acceso a producciones culturales y artísticas, al trans­porte y demás servicios que proporcionaban un notable bienestar material. Consecuentemente, se mantuvo alejado de la realidad del resto del país, que era desconocida o ignorada para la mayor par­te de la población capitalina. No tuvo mucho contacto con los estados hasta que fue secretario par­ticular de Vasconcelos, cuando en 1920 realizaron giras para conseguir el apoyo para la creación de la SEP. Gracias a estos viajes, a sus 20 años, fue conociendo las ciudades, los paisajes y especialmente los rostros de un país que le mostraba “de repente, la intimidad de una patria nunca expresada del todo” (Torres, 1981 [1955]: 87).
Posteriormente, sus constantes viajes y estancias en el extranjero, como diplomático mexicano y funcionario internacional, también le sirvieron para palpar las desigualdades entre las “grandes naciones” y las “naciones débiles”. Por ello quiso trabajar desde la tribuna internacional a favor de la solidaridad entre los hombres y reconoció que la educación del pueblo era el camino para lograr el desarrollo económico, social y moral. Estaba convencido de que, mediante la formación cívica, había que sembrar en los corazones de las jóvenes generaciones un vivo deseo de libertad, un verda­dero espíritu de justicia y una auténtica voluntad de paz.
En cuanto a su personalidad, Vasconcelos mostró siempre un temperamento apasionado, fuerte e inquieto. Compartió la atención de sus padres con el resto de sus hermanos, lo cual no impidió que tuviera una estrecha relación con su madre. Por otra parte, los continuos cambios de residencia y, consecuentemente, de escuelas, obligaron a Vasconcelos a adaptarse a la convivencia con personas distintas, cuyos comportamientos y costumbres podían variar dependiendo de las regiones en que habitaban. Inclusive tuvo que acostumbrarse a ser el niño mexicano en una escuela en la que sus compañeros eran en su mayoría estadounidenses, debió comunicarse en un idioma que no era el suyo, e incluso defender “a puños” la valía de lo mexicano. Además, al ingresar en la Escuela Prepa­ratoria se separó de su familia y vivió tanto en pensiones tuteladas como en departamentos de estu­diantes. Todo esto contribuyó a forjar en él una personalidad fuerte e independiente, de convicciones sólidas y definidas.
Torres Bodet en cambio, fue un niño tímido e introvertido, lo cual contribuyó al desarrollo de su sensibilidad e inteligencia penetrante. Además de ser hijo único estuvo principalmente rodeado de personas adultas durante su infancia, y tuvo poco contacto con niños de su edad, ya que recibió de su madre la enseñanza oficial en casa, en su habitación que hacía las veces de aula improvisada. Así, Torres Bodet fue consolidando una personalidad solitaria, pero más tarde llegaría a comprender la solidaridad como ninguno. Desde pequeño aprendió en su hogar la disciplina y el sentido del deber, conoció las ventajas de la libertad del autodidacta para adquirir diversidad de conocimientos, y recibió una sólida formación del carácter compatible con la sensibilidad.
Fue justamente para que Torres Bodet interactuara con más niños, que ingresó a la primaria en la Escuela Anexa a la Normal de la ciudad de México donde inició su convivencia cotidiana con el resto de estudiantes. Él prefería actividades recreativas tranquilas, en contraposición con la incesante actividad de la mayoría de los chicos de su edad. Durante la época escolar su madre siguió al tanto de sus estudios y amigos, en ocasiones limitando con sobreprotección la necesaria autonomía de la adolescencia.
Torres Bodet recordaba a su madre como una mujer perfeccionista y discreta, que se consideraba indigna del menor lujo, que poseía una gran sensibilidad reprimida, y que encontraba desahogo para su melancolía en el silencio y la soledad. Sorprendido de tal defensa de la intimidad, encontró que él mismo era igual de reservado que su madre, y aprendió de ella la importancia del cumplimiento del deber: “Desde chico, me había enseñado mi madre a preferir las dificultades a los placeres, las privacio­nes a los excesos –y a no gustar de ninguna dicha sino escanciada en la copa de un acto puro–. Verdad, belleza y virtud eran para ella ideales indisolubles; o, por lo menos, aspiraciones convergentes” (Torres, 1981 [1955]: 67).
Torres Bodet tenía 41 años, y era Subsecretario de Relaciones Exteriores, cuando murió su madre. Esta ausencia marca la ruptura de una sólida relación filial mantenida a lo largo de su vida, lo que pro­vocó en él fue una promesa no solicitada: decidió reforzar la enseñanza más preciada recibida de ella: el deber de cumplir con el deber. Así lo comenta en Equinoccio: “En lo sucesivo, tendría que aceptar una responsabilidad incuestionablemente más grave: el deber de ser. Defraudarla, después de muerta, constituiría una traición” (Torres, 1981 [1974]: 688).
Como Torres Bodet, también Vasconcelos reconoció la influencia que su madre ejerció en su vida, pues tenían una estrecha relación y una íntima comunicación. Sin embargo cuando ella muere, Vas­concelos era apenas un estudiante de preparatoria, tenía 18 años. Esta importante ausencia provoca en Vasconcelos el alejamiento de la enseñanza más encarecida de su madre: el catolicismo. Se dio la libertad de “pecar a su gusto”, cuenta en el Ulises criollo: “el desastre de mi amor materno para el cual no aceptaba consuelos, la negación despiadada del milagro que pudo restituirle la salud, me mantenía en rebelión antisentimental y antimística” (Vasconcelos, 2000 [1935a]: 171).
La madre de Vasconcelos se había ocupado con esmero de reforzar la fe católica de sus hijos, de hacerlos buenos practicantes con firmes convicciones. Extremó su afán con él desde que ingresó a la escuela de Eagle Pass, ya que –según pensaba– debido a la diaria convivencia con los “yankees”, estaría expuesto a confundirse con las creencias y libertades protestantes, lo cual pondría en peligro su fe. Para afianzarle en la religión y brindarle un adecuado nivel cultural, su madre también se encargaba de señalarle lecturas en casa, que, además, servían para que Vasconcelos fortaleciera el patriotismo con que sus padres defendían y querían a México, y así lo recuerda en sus Memorias:
El afán de protegerme contra la absorción por parte de la cultura extraña, acentuó en mis padres el propósito de familiarizarme con las cosas de mi nación; obras extensas como el México a través de los siglos y la Geografía y los Atlas de García Cubas estuvieron en mis manos desde pequeño (Vasconcelos, 2000 [1935a]: 45).
Vasconcelos aprendió de su madre la afición por la lectura, mediante la cual fue adquiriendo una buena preparación en distintas áreas de la cultura. Durante las charlas que sostenían sobre los temas de sus lecturas, su madre lo orientaba en toda clase de materias. Con cada cambio de residencia, ella llevaba consigo una pequeña biblioteca de volúmenes indispensables, ese fue el primer ejemplo de biblioteca ambulante que tuvo Vasconcelos, del que aprendió que los libros deben estar siempre cerca de las personas, al igual que las más imprescindibles pertenencias.
De igual manera, Torres Bodet aprendió de su madre el gusto por la lectura, pero los contenidos de estudio no versaron sobre temas religiosos. Los libros elegidos tampoco ayudaban a fomentar un sen­timiento patriótico, su madre era francesa y su padre de ascendencia española, y le inculcaron el apre­cio por otras culturas, lo que debió fomentar en él un creciente interés internacional, que lo llevaría a ingresar al servicio exterior mexicano. Torres Bodet fue uno de los mexicanos más internacionales de su tiempo, en todos sus cargos públicos demostró su afán y capacidad de conciliación y cooperación; el suyo fue un discurso político de solidaridad y democracia.
Vasconcelos nació en el seno de una familia tradicional y nacionalista, se alimentó del orgullo de su raza mexicana, y se desarrolló en él el afán por definir, defender y consolidar la identidad mexicana, fruto nuevo y digno de la fusión de las sangres y culturas indígena e hispánica. La propuesta de unidad de Vasconcelos, surgida en parte por las circunstancias y de las ideas iberoamericanistas de la época, es el mejor referente mexicano del discurso ideológico identitario.
Evidentemente la lectura fue determinante en ambos, su extensa producción literaria lo demues­tra. Además, a la hora de acercarse al conocimiento, ambos lo hicieron en gran medida de modo au­todidacta. Por su parte, Torres Bodet sólo se interesó en escribir obras de literatura en sus distintos géneros. Vasconcelos, fue más disperso y ecléctico, escribió sobre temas que van de la literatura y la historia, a la filosofía y la sociología.
Desde niño, aficionado a la lectura y la reflexión, Vasconcelos quería ser filósofo: “la palabra filóso­fo me sonaba cargada de complacencia y misterio. Yo quería ser un filósofo. ¿Cuándo llegaría a ser un filósofo?” (Vasconcelos, 2000 [1935a]: 49).
Sin embargo en el momento de elegir la profesión, bajo el régimen porfirista, no tuvo la opción de cursar estudios humanísticos. Así que eligió la Facultad de Jurisprudencia “por eliminación”: optó por la alternativa de tener buenos ingresos con facilidad y aprender algo de letras (lo que no le ofrecían ni la medicina ni la ingeniería). La abogacía no fue el oficio predilecto ni constante de Vasconcelos, sin embargo ejerció su profesión en repetidas ocasiones.
De manera similar Torres Bodet descubrió su vocación también durante su infancia: “¡Ser un hombre de letras! Aún cercada así entre admiraciones, la exclamación no contiene sino parte muy débil de mi esperanza, a los 12 años” (Torres, 1981 [1955]: 37). A pesar de ello, eligió como profesión la carrera de Derecho, pero sin desaprovechar clases de la Escuela de Altos Estudios, en la que An­tonio Caso abría a sus alumnos un amplio horizonte humanístico.
Además de la profesión, Vasconcelos y Torres Bodet compartieron su vocación humanista y universal. Los dos intuían que había otros temas y realidades espirituales que quedaban al margen de la filosofía comtiana, imperante por entonces en México. Por ello, fue una consecuencia natural que sus ambiciones intelectuales les llevaran a estudiar por su cuenta y debatir sobre aquella parte de la sabiduría que el positivismo olvidaba. El primer paraíso de Vasconcelos y sus amigos fueron las estupendas bibliotecas familiares de Antonio Caso y Alfonso Reyes. Contando con el antece­dente de las reuniones de “La Sociedad de Conferencias y Conciertos” fundada en 1907, estos inte­lectuales inquietos4 fundaron en la Ciudad de México el “Ateneo de la Juventud” el 27 de octubre de 1909, cuyo objetivo principal sería difundir la cultura intelectual y las artes. Samuel Ramos explica así la vocación y el perfil común de los ateneístas:
No era el Ateneo un cenáculo aislado en el mundo; su programa era renovar y extender la cultura. Todos sus miembros eran escritores, y la mayor parte de ellos han sido después profesores de la universidad. Dentro de la variedad de objetos a que cada uno se dedicaba, había en la actividad de todos una intención común: la moralización. Esto equivale a decir que se trataba de levantar por todos lados la calidad espiritual del mexicano (1990 [1934]: 135).
En 1912, con Vasconcelos como presidente del grupo, cambia el nombre por el de “Ateneo de Méxi­co”, las inquietudes de los ateneístas se ampliaron y cobraron una nueva forma dando origen a la “Uni­versidad Popular” (1912-1920), que tenía como fin llevar la educación y la cultura mediante conferencias, conciertos, talleres, etc., a grupos de obreros y sectores de la población que no habían tenido acceso a la escolarización, o simplemente adultos interesados en mejorar su preparación cultural. Esta institución hizo las veces de una extensión universitaria.
Torres Bodet también fue un intelectual inquieto. Al igual que Vasconcelos, se reunía con amigos para charlar sobre la literatura del momento y comentaban sus propias producciones. Formaron en 1918 un “Nuevo Ateneo de la Juventud”, que tuvo una corta y no muy brillante vida, pero sin embargo fue la semilla para la conformación de la generación de los “Contemporáneos”. Este grupo5 coincidió más en su pasión por la literatura y su dedicación a ella, que en sus postulados estilísticos, que eran muy variados. Torres Bodet describe esta característica que, a la vez que diferenciaba a sus integrantes, los unía: “Nos sabíamos diferentes; nos sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos, como Villaurrutia lo de­claró, un grupo sin grupo. O, según dije, no sé ya dónde, un grupo de soledades” (Torres, 1981 [1955]: 158).
Los contemporáneos no se inmiscuyeron en asuntos sociales, pero esta generación de escrito­res se vio influida por el horizonte espiritual de los ateneístas, que no era sólo intelectual, sino que también fue moral.
Los “Contemporáneos” tampoco tratan, como lo hicieron los ateneístas, de imponer a la juven­tud una disciplina intelectual nueva; su preocupación es personal; su interés, la creación de la obra de arte; ese es su horizonte, que pocas veces abandonan (Leal, 1957: 291).
De dicha generación, Torres Bodet fue quien tuvo la participación más destacada en la vida pú­blica. Trabajó al servicio del Estado mexicano y ocupó cargos internacionales, pero procuró que los asuntos oficiales no influyesen en su prestigiada producción literaria, la que nunca dejó de lado, a pesar de lamentar no poder dedicar mayor tiempo a las letras y tener que robar horas de su descanso para escribir, todo por “estar retirado en la vida pública” como observó Carlos Pellicer.
Las obras de Vasconcelos también le dieron pronta fama, pero fue una popularidad que le costó censura, persecución política, recelo y diversas acusaciones, pues al involucrarse en la política lo hizo de forma total, arriesgándose a expresar por escrito su pasión y sus ideas, sin ocultar nunca sus críticas contra el gobierno.
Vasconcelos siempre tomó partido, en ocasiones el peor partido posible, pero siempre fue fiel a sí mismo: cuando fue inconsecuente pagó las consecuencias, cuando encarnó el estado de ánimo del continente fue uno de sus portavoces y de sus guías (Carballo, 2003: 16).
Por el contrario, como ya se ha dicho, Torres Bodet opinó con mesura sobre la política mexica­na, sin duda porque fue un servidor leal del Estado, y es que, efectivamente, hablaba con prudencia y lealtad, dice en la publicación de sus Discursos:
Nunca hablé para destruir. Como Secretario de Relaciones Exteriores, anhelé interpretar la vo­luntad mexicana, franqueando a los pueblos rutas mejores hacia su colaboración efectiva en la libertad. Como Secretario de Educación Pública, me esforcé por captar y por difundir –hasta donde pude– la profunda verdad de México. Y, como Director General de la UNESCO, procuré inducir a los poderosos al examen de sus obligaciones indeclinables frente a los débiles: los deshe­redados de la historia, de la geografía y de la cultura (Torres, 1965: 9).
Vasconcelos y Torres Bodet tuvieron una formación humanista y universal que, sumada al co­nocimiento de su pueblo, les permitió abrir y proyectar a los mexicanos al mundo. Veían la cuestión educativa como un problema nacional: sus respuestas fueron fruto de la comprensión de las nece­sidades educativas locales y emprendieron planes globales. Tanto por la complementariedad de sus estrategias, como por su visión de futuro y de progreso, su obra tiene muchos puntos en común, algunos se exponen a continuación.

Realizaciones de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet al frente de la SEP
En el momento de la creación de la SEP, en 1921, todo estaba por hacerse, y había que hacerlo simul­táneamente para atacar la ignorancia por todos los flancos de manera complementaria, de ahí que Vasconcelos ideara la estructura tripartita de la Secretaría: Escuelas, Bibliotecas y Bellas Artes, pues estos tres departamentos tenían el cometido de despertar las capacidades creativas y productivas que habían permanecido adormecidas debido a la ignorancia, a un tiempo causa y consecuencia de la pobreza. Determinó que la misión de la SEP sería: “salvar a los niños, educar a los jóvenes, redimir a los indios, ilustrar a todos y difundir una cultura generosa y enaltecedora ya no de una casta sino de todos los hombres” (Vasconcelos, 1920a: 132).
Cuando Torres Bodet fue titular de la SEP, entre 1943-1946 y 1958-1964, la estructura administra­tiva de ésta era más amplia y especializada que cuando la fundó Vasconcelos, lo que implicaba que, para que los proyectos y las reformas salieran adelante, debía dedicarse más tiempo a su estudio y planeación. Torres Bodet comprendió que su tarea al frente de la SEP sería rehacer la política de la Secretaría y ponerla al servicio de la fraternidad y la unión patriótica, para devolver la esperanza en la educación y guiarla hacia metas más elevadas y más libres, pues la ley de educación debía ser la ley de la convivencia. Su misión sería:
Rehacer la secretaría, tratar de darle un sentido de enlace humano y de unión patriótica; evitar las discordias políticas y las inútiles controversias; asociar los extremos, que amenazaban ruina; ligar de nuevo, con una afirmación de esperanza, el norte y el sur de todas las inquietudes, y hacer –de cuanto lográsemos reparar– una escalinata efectiva, para el ascenso de nuestro pueblo hacia planos más elevados y resistentes, más libres y más dichosos (Torres, 1969/1981: 242).
El discurso de Vasconcelos era revolucionario, y su mensaje fue el del desarrollo espiritual, de la redención “mediante el trabajo, la virtud y el saber” (Vasconcelos, 1920b/1950: 10). Promovió una participación cívica y voluntaria sin precedentes en la causa educativa y cultural, e hizo de esa nueva cruzada un deber de patriotismo que fue cumplido con entusiasmo y esperanza.
El discurso de Torres Bodet era democrático y civilizador, y su mensaje era el de la convivencia pacífica, solidaria y justa. Estaba convencido de que “la cultura obliga. Y, si el privilegio de la cultura obliga en todo país, más aún obliga en un pueblo en que son tan pocos los que disfrutan de ella efec­tivamente” (Torres, 1981 [1969]: 241) y, por ello, hizo también una llamada a la participación cívica en nombre del deber moral de fortalecer la paz y la libertad a través de la educación y la cultura.
Tanto Vasconcelos como Torres Bodet reconocían la igualdad de los mexicanos y afirmaron que las únicas diferencias eran las que procedían de la ignorancia y la incultura. Para el primero, la ignorancia era el verdadero enemigo del espíritu y de la patria; para el segundo, la ignorancia era un déspota invisible, tirano sin rostro y sin biografía.
La primera iniciativa de Vasconcelos en favor de la educación popular fue la “campaña de desa­nalfabetización”, ya que en 1920 aproximadamente el 80% de la población no sabía leer ni escribir español. Con ella pretendía acabar con lo que impedía a los mexicanos acceder a los bienes de la cultura, por lo cual, además de la lectura y la escritura, se preocupó también de difundir preceptos higiénicos. Pedía que todos se unieran al ejército de los constructores y no al de los destructores, debían enrolarse en una auténtica cruzada de alfabetización.
Esta campaña estuvo impulsada por voluntarios entusiastas denominados “profesores honora­rios” y posteriormente Vasconcelos convocó al llamado “ejército infantil”, constituido por alumnos de primaria mayor. Pedía que los voluntarios enseñaran en sus casas, en los lugares de trabajo, en las plazas públicas, y que, incluso, lo hicieran los domingos. La respuesta de la ciudadanía fue inme­diata y generosa, sin embargo, con el tiempo decayó el interés y comenzaron las dificultades propias de la falta de experiencia y de capacitación para la enseñanza, de recursos materiales y didácticos.

En 1922 se establecieron centros nocturnos de alfabetización para adultos y obreros, pues algu­nos se avergonzaban de estudiar a su edad, les molestaba compartir la instrucción con los niños o que, para su aprendizaje, tuviesen que utilizar silabarios con textos infantiles. Algunos jefes ponían dificultades a sus obreros y campesinos a la hora de asistir a las clases, algunos padres de familia no querían prescindir del trabajo de sus hijos, etc. A pesar de ello, los resultados de la campaña “no son en absoluto insignificantes, si se tiene en cuenta lo limitado de los medios de que se dispuso y la inmensidad de la tarea por realizar” (Fell, 1989: 47).
Más allá de limitaciones y errores, el mérito y el acierto de Vasconcelos consiste en que su campa­ña de alfabetización fue la primera emprendida a nivel nacional, dirigida por el gobierno y realizada con la participación voluntaria de los ciudadanos. Lideró un movimiento sin precedentes de partici­pación cívica de los mexicanos. En el momento de consolidación y reconciliación nacional posterior a la Revolución, con la campaña de alfabetización, venció a la desconfianza y a la indiferencia.
Para que surgiera una iniciativa semejante, hubo que esperar hasta 1944, cuando Torres Bodet emprendió la “campaña contra el analfabetismo”, pues el panorama que se le presentaba en la SEP no era sustancialmente distinto al que había conocido con Vasconcelos. El analfabetismo afectaba al 48% de la población. Se promulgó una “ley de emergencia” para convocar a la campaña que tuvo un espíritu combativo, porque la ignorancia era vista como una amenaza latente contra la paz. Dicha ley imponía a todos los ciudadanos de entre 18 y 60 años que supieran leer y escribir, la obligación moral de enseñar a por lo menos otro mexicano que no supiera hacerlo y que no estuviese inscrito en ninguna escuela. También se contó con el apoyo de los niños, organizados en “brigadas infanti­les alfabetizantes”.
A diferencia de la emprendida por Vasconcelos, esta campaña sí tuvo una planificación previa, con tiempos bien definidos para idearla, para la ejecución y para la evaluación de la misma. Se pre­pararon cartillas de alfabetización en español y bilingües para la alfabetización de grupos indíge­nas. Se organizaron patronatos para sumar aportaciones al presupuesto gubernamental destinado a la campaña, se sumaron organizaciones políticas y sindicales, la alfabetización “fue noticia” y no faltó entusiasmo. Al igual que con Vasconcelos, fue encomiable el esfuerzo y la participación de la gente, sobre todo en provincia, aunque había comunidades en que los iletrados superaban a los alfabetizadores, pero, una vez más, se evidenció que “las virtudes del maestro no se improvisan” (Torres, 1981 [1969]: 36). Finalmente, se establecieron centros de enseñanza colectiva para prolongar la campaña el tiempo que fuera necesario.
Torres Bodet explicó que esta campaña de alfabetización tenía tres propósitos. El inmediato era enseñar a leer y a escribir a los iletrados. El segundo era que la experiencia de la campaña sirviera de ensayo para instaurar una futura organización educativa de carácter extraescolar. El último propósito, pero que sería su mayor logro, consistiría en “depurar la noción de solidaridad”. Es decir, que todos los mexicanos, letrados e iletrados, vinculasen los problemas de su existencia con los del resto de sus conciudadanos, y que reconocieran también que en el corazón de todos está el mismo deseo de justicia y de paz. La campaña era una forma democrática de educar para la democracia:
Por el esfuerzo de todos en bien de todos y porque educa tanto al que aprende como al que ense­ña: al que aprende, por lo que aprende, y al que enseña, por lo que avanza en el conocimiento de las deficiencias y los dolores de la nación (Torres, 1965 [1945]: 40).
Por otro lado, con la campaña se pretendía también contribuir a la paz internacional mediante la educación, pues estando el mundo en plena Segunda Guerra, Torres Bodet afirmaba que “el fac­tor más profundo de la resistencia de un pueblo en lucha es la preparación intelectual y moral de sus habitantes. Esa preparación exige, como premisa, una educación al alcance de todos” (Torres, 1981 [1969]: 300).
Vasconcelos y Torres Bodet se empeñaron en que todos los mexicanos accedieran a la alfabeti­zación como requisito indispensable, el “estricto mínimo”, para el progreso de cualquier orden. Sin embargo, enseñar a leer no era suficiente, también había que fomentar el hábito de la lectura que además debía nutrirse de las obras que contienen la síntesis de los valores supremos de la huma­nidad. Vasconcelos estaba convencido de que “todos los esfuerzos para la enseñanza de la lectura resultan inútiles si no se difunde después el libro. De suerte, que poblaciones enteras retrogradarán al analfabetismo, así hayan aprendido a leer en la escuela, si no encuentran en el libro el incentivo de su aprendizaje” (Vasconcelos, 1935b: 236).
En el mismo sentido, Torres Bodet sabía que “de nada vale enseñar a leer, ni crear escuelas, ni fomentar la educación fundamental de las masas si los que acaban de aprender no pueden procu­rarse textos o, más aún, si no se les ofrece y proporciona material de calidad para el ejercicio de la lectura” (Torres, 1981 [1955]: 98). Y a tal propósito estuvieron encaminados los esfuerzos de ambos.
Vasconcelos editó y distribuyó libros de literatura clásica para promover el conocimiento de los tesoros de la cultura universal y la identificación de la gente común con los ideales trascendentes. Fue la primera ocasión en que el Estado se hacía cargo de la edición y distribución de libros, y no cualquier clase de libros, sino de los libros clásicos, que “nos dan las ideas, la riqueza, la prodigalidad entera de la conciencia” (Vasconcelos, 1920a: 137). Además, se editaron 14 números de la destacada revista El maestro, con la pretensión de difundir entre los mexicanos:
El dato útil, la información aprovechable, en una palabra, les permitirá sentir las palpitaciones que producen los más avanzados movimientos de ideas en el mundo, ampliando los horizontes del obrero y del campesino, estimulando el estudio de profesionistas y escolares, animando con sugestiones prácticas a industriales y explotadores de la tierra y vigorizando el espíritu de todos (Vasconcelos, 2002 [1921]: 100).
Torres Bodet, siguiendo el ejemplo de Vasconcelos, editó semanalmente la revista Biblioteca enciclopédica popular, la colección tuvo en total 232 volúmenes. Pretendía, al seleccionar extractos de obras, motivar el interés de los lectores y ofrecer un panorama general de la cultura, el pensa­miento y la literatura contemporáneos y clásicos, a fin de seguir promoviendo la cultura a través de la lectura, de forma masiva y a bajo costo, ya que el propósito último era combatir el analfabetismo funcional.
Otra de las iniciativas determinantes de Torres Bodet, por la que tuvo que hacer frente a cons­tantes ataques y sortear férreas oposiciones, fue la edición y distribución de los libros de texto gra­tuitos para los alumnos de las escuelas primarias, a cargo de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, dirigida por Martín Luis Guzmán. Con esta medida, se pudo garantizar que todos los niños inscritos en las escuelas públicas y privadas contaran con un mismo recurso didáctico que contuviese los conocimientos mínimos que marcaban los programas oficiales.
Por otro lado, Vasconcelos no descuidó las estrategias que buscaran la consolidación de las es­cuelas, como requisito indispensable de la educación para todos, al grado de reavivar y revolucionar la educación rural en los años 20. A las comunidades alejadas y olvidadas a las que no había llegado la escuela, se desplazaron entonces los “maestros ambulantes”, en ellas se crearon “casas del pueblo” y tuvieron lugar las “misiones culturales”, todo ello a fin de elevar el nivel moral y las condiciones materiales de vida de sus habitantes a través de la enseñanza de los rudimentos de instrucción, así como de métodos y técnicas para mejorar el trabajo agrícola y las industrias locales.
Vasconcelos estaba convencido de que la educación, el arte y la cultura debían servir, entre otras cosas, para mejorar las condiciones de vida de la gente. La prioridad sería “una enseñanza que sirva para aumentar la capacidad productora de cada mano que trabaja y la potencia de cada cerebro que piensa” (Vasconcelos, 1950 [1920b]: 11). La educación tenía que ser tarea de todos, del mismo modo que sus beneficios servirían para el disfrute y el bienestar de todos. También se trató de suscitar y fortalecer el reconocimiento del pasado glorioso que une a todos los mexicanos y que daría la pauta para un porvenir dichoso y próspero fundado en la identidad compartida.
Las misiones culturales y los maestros ambulantes se ocuparon de la actualización docente de los maestros rurales en sus propios pueblos, y de la capacitación de algunos jóvenes para que fueran los maestros de las escuelas que se fundasen más adelante. Se trataba de una solución provisional, necesaria mientras se formaban nuevos maestros en las escuelas normales.
Torres Bodet, en su primer periodo al frente de la SEP, se encontró con una gran cantidad de maestros en servicio sin contar con los estudios normalistas reglamentarios, situación especial­mente habitual entre los maestros rurales, que tenían una gran vocación pero pocos recursos peda­gógicos. Tuvo que ser creativo para cambiar esta situación, ya que no se podían instalar simultánea­mente tantos centros de capacitación en todas las regiones como eran necesarios, ni se podía pedir a los profesores que se desplazaran a las ciudades para recibir la capacitación.
La opción fue impartir los cursos por correspondencia y durante las vacaciones a los maestros-alumnos se concentraban en algunas ciudades para recibir cursos presenciales y realizar sus exá­menes. Con esta iniciativa logró establecer “lo que alguien llamó, alguna vez, la más grande Escuela Normal de todo el Continente” (Torres, 1981 [1969]: 333). Dada su metodología innovadora, este sis­tema de capacitación mediante cartillas enviadas por correspondencia, fue el primer experimento de educación a distancia en México y Latinoamérica.
En el momento de la reconstrucción nacional, Vasconcelos creó un departamento para la cons­trucción y reparación de escuelas, pues dotar al país de aulas era tarea prioritaria y urgente. Propuso unificar la construcción de las nuevas escuelas de acuerdo con el estilo arquitectónico colonial de altos arcos, anchas galerías y patios centrales. Pretendió además que fueran lugares bellos, pues la arquitectura, como el arte, también educa y cumple una función social y estética. Además, puesto que los niños pasarían en las escuelas las mejores horas del día, se necesitarían “salas muy amplias para discurrir libremente y techos muy altos para que las ideas puedan expandirse sin estorbo. ¡Sólo las razas que no piensan ponen el techo a la altura de la cabeza!” (Vasconcelos, 1922: 5).
Dos décadas después de Vasconcelos, Torres Bodet se enfrentó con la falta de escuelas y con salones inadecuados: “arcaicos recintos mal ventilados e iluminados, con instalaciones higiénicas deficientes, sin espacio para talleres y bibliotecas, con aulas frías y oscuras en el centro de las ciuda­des, o, al contrario, en provincia, con galerías expuestas a un sol ardiente” (Torres, 1965 [1944]: 551).
Ante tal panorama, creó el Programa Federal de Construcciones Escolares, que no fijó ningún mo­delo arquitectónico para la construcción de escuelas, bastaba con que fueran funcionales, sólidas y cómodas. Posteriormente, en el segundo periodo de Torres Bodet, este programa obtuvo en 1961 el Gran Premio Internacional de Arquitectura, por la innovación en la construcción de aula-casa pre­fabricadas, que permitía multiplicar las escuelas rurales dotándolas de características funcionales aunque adaptadas a las condiciones climáticas de las regiones.
Así como en esta pequeña selección de proyectos educativos y culturales, emprendidos por Vas­concelos y Torres Bodet, se puede observar una innegable similitud, también se puede apreciar que cada uno de ellos es integral y oportuno para sus circunstancias, lo cual se explica por la congruen­cia y la agudeza de los ideales educativos de estos personajes.
Convicciones educativas de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet
José Vasconcelos comprendió que el progreso de México no era viable sin una identidad nacional fuerte, pues no hay futuro verdadero sin un presente apoyado en la conciencia del pasado. Además, tampoco hay progreso posible en ningún ámbito de la vida de un país si su sociedad no está cohe­sionada. Para lograr ambas cosas había que contribuir al reconocimiento y aceptación por parte del pueblo de su propia identidad mexicana.
Para Vasconcelos la identidad de México radica en la novedad y la fuerza del mestizaje: entre la sangre indígena y la lengua y la tradición española. Torres Bodet también encuentra la identidad na­cional en la cultura mestiza de México, fruto de la fusión cabal de la sensibilidad y el temperamento del indígena, con las aportaciones de las humanidades grecolatinas y de la moral del cristianismo heredadas ambas de la cultura española. Se expresa de esta manera:
No se trata ya de escoger entre el indigenismo y el hispanismo. Se trata de entender, con valor, todo lo que somos: un pueblo complejo y original, en su mayor parte mestizo, que se expresa oficialmente en español y que siente –a veces– en tarasco o en maya o en otomí; pero que no está dispuesto a mantener privilegios entre sus hijos y que se afirma en lo nacional, para contribuir mejor a lo universal (Torres, 1981 [1969]: 282).
A Torres Bodet le interesa fortalecer la identidad para que México sea un baluarte de convivencia pacífica y se muestre solidario con el mundo, pues tiene siempre presente la trascendencia internacio­nal –global, se diría hoy en día–. A Vasconcelos le interesa mostrar las raíces de la identidad mexicana y fortalecerla para lograr la unidad nacional y que México se dé a conocer y aporte su riqueza cultural al mundo. Ambos comparten una visión humanista y universal.
A principios de los años 20 del siglo pasado, en México surgió el proyecto social y político de la “re­construcción nacional”, que debía responder a los ideales de la Revolución, reconstruir lo destruido por la violencia y unir lo dividido por el odio, además de acabar con la indiferencia y la desesperanza que habían provocado. En este contexto, el proyecto educativo de Vasconcelos fue el de la “redención espiritual”, que sería posible gracias a: 1) la educación integral de todos los mexicanos y ya no sólo mediante la instrucción de unos cuantos; 2) la difusión de los más altos valores espirituales comunicados a través de la cultura y el arte; 3) la vinculación de la escuela con la comunidad, y 4) la vinculación del conocimiento con el trabajo.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de los años 60, en el contexto de la posguerra y de la guerra fría, se fortalecieron en México los deseos de estabilidad social y política y se pusieron los cimientos del desarrollo industrial del país. El Estado mexicano adoptó medidas concilia­doras para fortalecer la “unidad nacional”, que hicieran posibles dichas metas y la consolidación de la paz. Tras el radicalismo de la llamada educación socialista, había llegado el momento de un proyecto educativo a favor de la “unidad nacional”, que encabezó y dirigió Torres Bodet, quien creía que la unidad nacional sería posible gracias a: 1) los valores de la democracia como forma de vida; 2) la comprensión de la responsabilidad cívica ante la vida; 3) la educación para la libertad, la paz, la justicia y la solidaridad, y 4) la libertad ideológica en la educación y la ampliación de su gratuidad.
Vasconcelos trató con su proyecto educativo de reconciliar a los mexicanos consigo mismos para que descubrieran el valor y las potencialidades de sus raíces históricas y culturales. Subordinó el desarro­llo de México a la unidad nacional, y ésta a la previa consolidación de su identidad. Para el logro de estos objetivos, el medio que propuso fue la democratización de la educación y la cultura.
Cuando Torres Bodet redactó en 1946 el nuevo texto del Artículo 3º de la Constitución, pretendía favorecer la reconciliación de los mexicanos al acabar con la imposición de la educación socialista y con la oposición y confusión que había suscitado. Estableció, en cambio, que la educación debía desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentar los deseos de solidaridad, de libertad y de justicia. Su orientación sería nacional y democrática, entendida no sólo como una forma de educa­ción, sino como un estilo de vida.
Vasconcelos exaltó la estética, es decir, la educación de la inteligencia a través de la emoción inte­gradora que causa la belleza. La suya es una formación espiritual, cuya meta es lograr la trascendencia personal a través del arte, pero antes de ello, el ser humano debe cumplir con su misión social, de ahí que promueva el servicio como valor.
Torres Bodet creía que los mexicanos necesitaban ante todo aprender a vivir, por lo que exaltó la moral. Junto con la educación de la inteligencia, la educación del carácter debe ser la base y el corolario de toda la formación. La suya es una formación cívica, que pone el énfasis en la sociabilidad humana, de ahí que promueva la solidaridad como valor.
En suma, José Vasconcelos y Jaime Torres Bodet trabajaron desde la Secretaría de Educación Pública para hacer efectivo el derecho de todos los mexicanos a acceder a la educación y a la cultura, puesto que ambos tuvieron una gran fe en que la educación de cada hombre contribuye al mejoramiento del mun­do, tal y como se pone de manifiesto en estas frases suyas: “Los que tienen algo y saben algo necesitan darse cuenta de que no pueden ser verdaderamente fuertes ni verdaderamente sabios mientras todo a su alrededor sea ignorancia y pobreza” (Vasconcelos, 1950 [1920c]: 52). “Nadie posee realmente nada cuando no es digno de disponer de lo que posee, para el bien de la humanidad” (Torres, 1965 [1949]: 164).
Lo fundamental en Vasconcelos y Torres Bodet es que fueron hombres de firmes convicciones, fruto de una formación intelectual humanista y universal, lo cual les permitió concebir un ideal educativo trascendente para los mexicanos. Sus realizaciones en el ámbito educativo fueron puntuales e integrales. Comprendieron las circunstancias particulares y concretas, e innovaron en las estrategias no sólo para resolver las necesidades, sino también para impulsar las capacidades.
La historia, trayectoria y vocación de José Vasconcelos y de Jaime Torres Bodet tienen en común: comprensión, convicción, pasión y dirección ante las aristas de la educación del hombre.

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